A LA SMA. VIRGEN MARÍA EN MONTSERRAT (Parte I)
 Repleatur os meum laude, ut
cantem gloriam tuam: tota die
magnitudinem tuam.

(Psalmo LXX. v. 8.)
 


 
No en las ardientes alas
de bélico entusiasmo el alma mía
hoy afanosa elevará su vuelo;
ni absorta al ver las deslumbrantes galas
de grandezas y pompas mundanales
las vanas glorias cantará del suelo:
No, que en más puro anhelo
mi enajenado corazón se inflama,
y ante tu altar, inmaculada Virgen,
ardiendo en viva llama
de sacrosanta fe, mi pensamiento
a la etérea región raudo se eleva,
y humilde y venturoso,
férvidos himnos a tus plantas lleva.
 
Acéptalos, Señora; que mi labio
pueda cantar tu célica hermosura;
pintar el amoroso
semblante, de bondad y gracia lleno,
con que al mundo te muestras, ya humillando
del soberbio Luzbel la altiva frente;
ya apacible calmando
las crespas ondas de la mar hirviente
en desatada tempestad bravía;
o bien cuando a tu influjo en las batallas,
sedientas del laurel de la victoria,
conquistaban, con bélica oadía,
fúlgidos timbres de perpetua gloria
las nobles huestes de la patria mía.
 
¡Oh España, ilustre, España!...
¿Qué pueblo consiguiera
lauro más bello presentar al mundo
que el digno lauro que tu sien decora?
Esclava de María
orgullosa mostrabas por do quiera
los altos templos que en tu amor profundo
a la Madre del Verbo levantabas,
y con santa piedad, nunca extinguida,
insigne ejemplo a las naciones dabas.
¡Ah! ¿Cómo al recorrer las populosas
ciudades que se admiran en tu seno,
tu campiña feraz de mirto y rosas
y de frutos dulcísimos vestida,
fúlgidas galas que le presta el Cielo,
de la Fe no sentir el puro anhelo
y la esperanza de la eterna vida?
¡Santuarios do quier! ¡Do quier el signo
de nuestra santa Religión sublime!
Parece que su vista
perenne dicha al corazón imprime;
y al contemplar en silencioso templo,
de la Madre de Dios el busto santo,
feliz al Cielo se remonta el alma
bajo la sombra de su níveo manto.
 
Mas, como perla entre coral luciente,
cual la cándida estrella de la aurora
del grato abril al despuntar el día,
aparece en su trono refulgente
una entre todas peregrina imagen
que célicos encantos atesora.
Contémplase grandiosa su morada
del elevado Montserrat umbrío
en la peña escarpada,
y a la sombra de fértil enramada
corre a sus plantas apacible río.
Allí donde las águilas caudales,
vencedoras del viento,
entre las fuertes rocas desiguales
tienen su firme asiento;
allí en medio de rústica belleza
se alza la mente a la sublime altura,
y, olvidando feliz la tierra impura,
sueña de Dios con la eternal grandeza.
 
¡Ah! ¿Quién al penetrar en el tranquilo
y solitario albergue,
en otro tiempo venerable asilo
de justos, sapientísimos varones,
no se siente un instante arrebatado
a más dichosa edad?... Nuestra memoria
de aquel templo sagrado
en los gratos recuerdos se enajena,
y de la Imagen la piadosa historia
evoca el alma de entusiasmo llena.
Recordadla, cristianos:
En brazos de un Apóstol conducida
de Barcino en las playas aparece
la multitud, de gozo estremecida,
vítores mil y cánticos le ofrece;
y al contemplar en ella
el fiel traslado de la Virgen bella,
que es del que sufre celestial amparo,
«Llega, le dice, matutina estrella,
ven y serás el luminoso faro
que a las virtudes servirá de guía;
augusto santuario te alzaremos,
y humildes a tus plantas rendiremos
homenajes y ofrendas a María.»
 
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