GLOSANDO A RONSARD Y OTRAS RIMAS I
Un poeta manda su retrato a una bella dama que le había enviado el suyo

I
Cuando veáis esta sumida boca
que ya la sed ni inquieta, la mirada
tan desvalida (su mitad guardada
en viejo estuche, es de cristal de roca)
la barba que platea y el estrago
del tiempo en la mejilla, hermosa dama,
diréis: ¿a qué volver sombra por llama,
negra moneda de joyel en pago?
¿Y qué esperáis de mí? Cuando a deshora
pasa un alba, yo sé que bien quisiera
el corazón su flecha más certera
arrancar de la aljaba vengadora.
¿No es mejor saludar la primavera,
y devolver sus alas a la aurora?

II

Como fruta arrugada, ayer madura,
o como mustia rama, ayer florida,
y aun menos, en el árbol de mi vida,
es la imagen que os lleva esa pintura.
Porque el árbol ahonda en tierra dura,
en roca tiene su raíz prendida,
y si al labio no da fruta sabrida,
aun quiere dar al sol la que perdura.
Ni vos gritéis desilusión, señora,
negando al día ese carmín risueño,
ni, a la manera usada, en el ahora
pongáis, cual negra tacha, el turbio ceño.
Tomad arco y aljaba— ¡oh cazadora!—,
que ya es el alba: el despertar del sueño.

III

Pero si os place amar vuestro poeta,
que vive en la canción, no en el retrato,
¿no encontraréis en su perfil beato
conjuro de su fúnebre careta?
Buscad del hondo cauce agua secreta,
del campanil que enronquecíó a rebato
la víspera dormida, el timorato
pensado amor en hora recoleta.
Desdeñad lo que soy; de lo que he sido,
trazad con firme mano la figura:
galán de amor soñado, amor fingido,
por anhelo inventor de la aventura.
Y en vuestro sabio espejo -luz y olvido-
algo seré también vuestra criatura.


'''Esto soñé'''

Que el caminante es suma del camino,
y en el jardín, junto del mar sereno,
le acompaña el aroma montesino,
ardor de seco henil en campo ameno;
que de luenga jornada peregrino
ponía al corazón un duro
freno, para aguardar el verso
adamantino que maduraba el alma en su hondo seno.
Esto soñé. Y del tiempo, el homicida,
que nos lleva a la muerte o fluye en vano,
que era un sueño no más del adanida.
Y un hombre vi que en la desnuda mano
mostraba al mundo el ascua de la vida,
sin cenizas el fuego heraclitano.


'''El amor y la sierra'''

Cabalgaba por agria serranía,
una tarde, entre roca cenicienta.
El plomizo balón de la tormenta
de monte en monte rebotar se oía.
Súbito, al vivo resplandor del rayo,
se encabritó, bajo de un alto pino,
al borde de una peña, su caballo.
A dura rienda le tornó al camino.
Y hubo visto la nube desgarrada,
y, dentro, la afilada crestería
de otra sierra más lueñe y levantada
-relámpago de piedra parecía-.
¿Y vio el rostro de Dios? Vio el de su amada.
Gritó: ¡Morir en esta sierra fría!


'''Pío Baroja'''

En Londres o Madrid, Ginebra o Roma,
ha sorprendido, ingenuo paseante,
el mismo taedium vitae en vario idioma,
en múltiple careta igual semblante.
Atrás las manos enlazadas lleva,
y hacia la tierra, al pasear, se inclina;
todo el mundo a su paso es senda nueva,
camino por desmonte o por ruina.
Dio, aunque tardío, el siglo diecinueve
un ascua de fuego al gran Baroja,
y otro siglo, al nacer, guerra le mueve,
que enceniza su cara pelirroja.
De la rosa romántica, en la nieve,
él ha visto caer la última hoja.


''' Azorín'''

La roja tierra del trigal de fuego,
y del hablar florido la fragancia,
y el lindo cáliz de azafrán manchego
amó, sin mengua de la lis de Francia.
¿Cuya es la doble faz, candor y hastío,
y la trémula voz y el gesto llano,
y esa noble apariencia de hombre frío
que corrige la fiebre de la mano?
No le pongáis, al fondo, la espesura
de aborrascado monte o selva huraña,
sino, en la luz de una mañana pura,
lueñe espuma de piedra, la montaña,
y el diminuto pueblo en la llanura,
¡la aguda torre en el azul de España!