NUESTRA VIEJA CIUDAD
TODO se hace nuevo con el silencio.
Lo sé: la historia que aguardo,
la lluvia imprevisible,
o el saberme, sin remedio,
arcángel maldito.

Y en cada esquina, trasiego al no verte
y velo los balcones en desamparo.

Como cuando la vieja ciudad
se hace sólo una calle
que no cabe en el pecho.

La última calle.

Y tras ella, los campos de ceniza,
sin álamos donde grabar un nombre.

Porque si fueras
algo más que una fiebre,
podría amarte en la quietud de la noche,
como amo la honesta luz,
que invade esta casa, que no es la tuya;
pero lo sé: vienes como marzo
a todos los rincones.

Y te diluvias en ramas,
volteas el tiempo
y haces que todo vuelva
a ese instante
en que sonríes madrugadora.

Nada sin ti.
Ni siquiera la inmensa sencillez
de este misterio que me profana
y tensa las venas;
que deja la vida inflamada
entre los músculos;
que hace girar el planeta
y hace que piense
que ya no existe la ciudad
que nos amó.


Entonces, ya no sé
si alguna vez te tuve cerca;
porque, quizás, el tiempo
es sólo una medida,
que nos hemos dado
algunos hombres.
Y los días, sus huellas.

Ellos, tan sólo, señalan el camino
y te inventan.