SE LLAMABA IRENE
Bailaba la Luna un tango
conmigo en el quicio del portal,
antes que un rayo de luz proyectara una sombra
en la esquina de la Calle Soledad.

Perseguí su rastro entre los escombros
esquivando las farolas que me salían al paso,
en la confluencia de dos avenidas sin nombre
la sombra paró y prendió un cigarro.

Yo le pregunté qué tal su vida
a lo que devolvió un “¿Quién eres?”,
deshechas ya las presentaciones
ella respondió al nombre de Irene.

Se movía por seguidillas de espaldas al Sol
y brindaba en las tabernas el último trago,
soñaba que era un cuadro sin pintar
y que aún no había cumplido treinta y tantos.