A mi padre, a quien tanto esperaba cada tarde de mi infancia. No los hombres que vuelven de Hispania o de Cartago cegados por el mirto o por el oro, no aquéllos, cuyos torsos perturban los jardines, no los estrelleros, los escribas ni el vencedor de Farsalia; desde luego no los príncipes ni el gladiador que volvíó a eludir la muerte, no el impúdico tribuno, ni el hebreo tonante, inexpresivo, al que temí menos por su sangre que por su misterio, no ninguno de los dioses que dicen verdaderos a quienes en su temor y en su codicia tantos se encomiendan, sino ver a mi padre entrando solo en la ciudad herido y sin escudo, deslumbrante. De Taller de máscaras (2001)