Intrépido muchacho aquél... Buscó mi templo entre cientos de islas para verme de cerca, por saber si era cierto que yo estaba desnuda entre unas míticas columnas cuyo blancor se alzaba sobre el índigo sereno de las olas. Bello muchacho aquél... Rozó mis piernas que ardían con el sol, tentó mi talle ceñido por la brisa, y en mis manos sus dorados cabellos se prendieron. Dulce muchacho aquél... Llegó a dormirse junto a mi pedestal, mas con el alba -siempre hay un alba-, regresó a su nave. Nunca se han explicado los arqueólogos estas huellas extrañas en mi cuerpo de mármol.