MONÓLOGO DEL VIENTO

Hago dúctil la horma de los pasos
temerosos de lo que huyen,
porque, ¿quién sabe si corren o si dejan
de correr, si no más que viajeros hay
que han agotado ya todos los paisajes?

Muchas veces reemplazo mi cólera de siglos
por esas calles de dios donde la palabra
convoca la desventura con sus horas, días, años,
sin que el ojo múltiple del vino calme su sed mayor.

Muchas veces despojo a la mirada su seguridad
de perderse entre los árboles donde una vez
dejaron escrita, sin acertar ahora su sitio,
la gramática comparada del lenguaje de los pájaros.
(¿Dónde poner la mirada sino en las cosas rotas,
por descuido, sin lugar exacto, apacible?)

Muchas veces fui dentro de casa
sintiendo cómo la luz, que es voraz,
escribe su memoria desde el sueño
adelantando para todos su vaticinio.

Muchas veces vi lucir el astro negro
sobre el lado de afuera, pero, ¿qué solución
se concibe, de luz no usada, por el lado de adentro?
Ah, qué viejos de luz, los hombres van y vienen
como queriendo comprar, con el oro aciago
de cada día, plenos vestigios a la infancia.

A cuántos desplomó esa densa carga
de clandestino júbilo de hombres, a cuántos,
yendo y viniendo a sus oficios liminares
de mesa y de silencio, para, al fin, confiarse
a esa luz que llega, voraz, que gana
su límite y hace sus vencimientos.

Sólo yo —viento habitado— atravieso ciudades solas.