CANTATA DE LOS AMANTES



I


Siendo resabio de la sangre que amanece
el corazón nos convoca a los acordes del día,
antes que colme la noche su ropaje suntuoso
de flores que se agostan y callan, carcomidas;
antes que el vino funesto en el borde amargo
de la mirada comience a insinuar su afán suicida.

Por una vez más, aunque nos ensombrezca
el hueso en flor de tortuosas alegrías;
aunque se libre el valor de mil olvidos
en ruleta de feroces caricias;
aunque, al bajar juntos las escaleras
que nos acercan, nos reúnen y nos fatigan,
algún dolor que fuimos extienda su aceite oscuro
sobre el mirador de la sangre o rosa removida,
por una vez más, crujen y se derrumban
los sentidos, sin que nos velen sus bellas mentiras.

¡Cómo nos regocijamos en un rumor cóncavo de llama,
cómo juntamos el polvo disperso de la muerte sabida
y reconciliamos, al tiempo que las estrellas
espolvorean su nieve dorada, nuestras cenizas!

Si tenemos en el hueco de nuestras manos juntas,
no el fulgor de la llave sobre cerradura enmohecida,
sino el futuro del sol que no ha de pasar para siempre
sobre este lugar tan abierto de tanta hora vacía,
¿quién vendrá, entonces, falso y ajeno, a cobrarnos
el adeudo inflexible de nuestra estancia vivida?


II


La noche vino por el aire de los pájaros.
La quise levantar y establecer entre mis huesos,
pero huyó despavorida abriéndome en el pecho
los seguros dientes que brotan de tus tactos.

Así está concebido que, al paso de los años,
abra a tu música –definitivo y cierto–
mis pausas de ocio, y que de los nudos abiertos
del amor salga la flecha errante de los astros.

Se funda así el lugar cada vez que nos levantamos
para sufrir la jornada entre el día y los sueños,
de donde, con el alma sola que nos queda, ya sin nervios,
queda lejos esa época en que fuimos tú y yo, sin ambos. Desde todo, desde el centro en donde hemos llegado nos consta que crece a nuestra medida el tiempo porque con la mitad de una flor inventamos el paraíso, y porque perdimos la gloria al perder el silencio. III No sé cómo llamarte para que me respondas. Pasas con tu gran luz sin cuerpo en tanto cuerpo como pronta abeja hacia el panal oculto, como un río que transcurre para que siempre lo posean. No sé cómo llamarte, con nombre de qué cosa, hasta alcanzar, ya ruinosa la noche, la altura de los astros que nos permanecen. Alzo los ojos. Veo el cielo sin cielo de la ciudad, donde cada uno con su soledad de pródigo, en el envés oculto de la penuria, contempla la imagen deseada de sí mismo. Pero hoy que mis ojos recuerdan la importancia de los pájaros, la forma en que siguiéndolos el aire deja de ser un extremo de la tierra, sigo sin saber cómo llamarte, como a qué bosque escondido, donde una vez y ahora coinciden, donde el espacio último se ha quedado, pleno, erguido, sobre ruinas circulares. ¿Quién sabe si no será una fantasía? Ya no más me preguntes cómo pasa el tiempo. Otro día al morir dejaré, sin sorpresas, tu nombre en otro cuerpo mendigo de pasos que conozca cómo lo que queda desaparece y lo que fluye está ahora aquí mismo. IV Perseguidos del sol que arde el camino, afrentamos los cuerpos cada día en los cuartos más dudosos, para desplegar la ceniza memorable que en el mundo son los que se aman. Las grietas de los muebles se llenan de horas antiguas, mas sólo aquel fuego que convoca al fuego no duerme. De aquí, de este lugar gozado a mares en donde nos vemos salir y entrar a la luz como aire que a otro aire sube, ¿quién nos va a sacar? Vamos, ven, vamos a entrar en nuestro lugar, cumplirlo, antes de que llegue la noche con su despoblación, ahora que todos los sonidos han cesado. ¿No oyes que todos los sonidos han cesado?