Es preciso que cuente la historia de Juanico, aquél a quien sedujo mi niñera, una tarde de verano. ( Se ha dicho que fue bajo los pinos.) Era delgado, alto, melancólico. Un negro pañuelo le ceñía el largo cuello. Estaba delicado del pecho. Cuando pasó la cosa aún no había entrado en quintas. Si mal no lo recuerdo, todo ocurrió en agosto. Yo jugaba arrastrando un gran bieldo blanquísimo por el llano. Juanico daba portes con sacos vacíos, desde un carro hasta el patio. Las horas se fundían despacio sobre el jardín, caían sobre los eucaliptos repletos de chicharras, que sonaban lo mismo que cuando las patatas se fríen en aceite muy caliente. Juanico sudaba. Pero cuando penetraba en la sombra del portón, una lengua de aire fresco lamía su pecho, despegaba el pañuelo empapado, le entraba por debajo de los perniles, como una larga serpiente, y le dejaba un pétalo de rosa entre las piernas. Carmen tenía casi los treinta años. Ella sabía que Juanico se abrazaba a la colcha y miraba a la luna, como si allí estuvieran las razones de todo. Por eso entró en la casa para beber un vaso de agua: el caso era ayudar a Juanico que casi no sabía por qué cabos empiezan a trenzar los amores. Yo estaba, ya lo he dicho, arrastrando mi bieldo, llano arriba y abajo. Pero me daba cuenta de que un pájaro grande cubría con sus alas el jardín, los pinares, los olivos, la alberca, la casa con Juanico, con Carmen, con los sacos. Los dientes dibujaban cuatro líneas iguales, que giraban, que iban y venían, lo mismo que el vuelo de las aves. Sin embargo, de pronto me sentí solo: estaba el mundo solo, bajo el ala inmensa. Piensen cual sería mi asombro cuando vi que el gran pájaro ardía y que dejaba caer en mi cabeza plumillas encendidas. Entré corriendo al patio. Alguien había cerrado todas las puertas: solo una estaba entornada. Miré por la rendija y allí los vi en la sombra, con un afán ardiente por mí desconocido, así como empeñados en no morirse nunca.