El velo en desconcierto vuela por la tenue penumbra de la sala y es el vago recuerdo del perfume el que habita la estancia. Queda el eco por todas las paredes aferrado a las sedas y al tisú, adherido al damasco. Cortinajes dorados, del dorado salón. Y ronda su figura entre columnas y alfombras como césped, donde penetra el pie - campo de mirtos- y se hunde suave, invitando a su gozo. El palacio dormita en esta hora, y afuera, las palomas zuritas arrullan con su canto. Dulce canto que va por corredores, de puntillas, traspasando los siglos, los siete cielos, siete. Están ahí, los presiento y los veo. Me miran, y sus ojos poseen la belleza de entonces. Los ojos de la casa de Aixa. Yo, princesa nazarí, duermo los siglos que mi amado me ha dicho que lo aguarde.