Una tarde caliente de Agosto, una tarde asfixiante, ¡pesada!, cuando el sol de verano es ardiente y tras la hora de almuerzo te abrasa; observaba a la gente pasando en la sombra que da mi terraza, sosteniendo en la mano un refresco y meciendo mi cuerpo en la hamaca. ¡Qué calor tan horrible sentía!, que calor..., ¡y que tarde tan larga! Van andando sin prisa dos hombres, las señoras hablando se paran, el perrito que ladra a una vieja y la vieja se cansa y se enfada. En la tienda que abre allí enfrente donde ves que hay un coche y descarga, vende helados de varios sabores que le ofrecen a todo el que pasa; a diario los niños acuden y un jolgorio de voces reclama, mareando al hombre que vende las monedas que traen de sus casas; mientras uno los mira en silencio como estatua que está ya cansada de promesas, y el mudo silencio del que ya no le queda esperanza. Y me fijo en su ropa raída… ¡Y en los ojos mirándome al alma con la pena de no tener nadie que le limpie de mocos la cara! Se me acerca extendiendo una mano y asegura que no tiene nada… Ni una madre en su casa esperando ni una hogaza de pan en la casa. Conmovida dejé mi descanso como deja un enfermo la cama, y pregunto si ha ido a la escuela -dándole la limosna esperada-, ¡Mi palabra que quiero ayudarte si tú vas al colegio y te afanas, porque todo lo que hoy no se aprende ya veras que te falta mañana! Pero el drama de no tener madre que te escuche, te lleve a la cama, y te bese si vas al colegio o si vuelves de nuevo a tu casa. A ese drama con ser tan horrible, No te puedo ayudar... ¡Mi palabra!