Hace calor. La ducha. Y apareces —desnuda claridad— como una espada. Y me dejas la carne traspasada cuando a la lluvia, sin rubor, te ofreces. El agua pone el río y tú los peces. Yo no sé qué poner. No pongo nada más que un corvo deseo; una mirada como un puñal que clavo muchas veces. Y el agua cesa y se acrecienta el fuego cuando la piel recorres con cuidado agotando tu aseo y mi paciencia. Y miras, y te ríes, y hablas: ¿Luego? No, luego no, mujer. Ahora el pecado, que ha sido mucha ya la penitencia.