El viajero recuerda que aquel jarrón azul que se hizo añicos no tuvo sangre. Cayó como una flor de lluvia, hasta que el suelo abrió sus gotas en añil, mostrando las desnudeces del vacío. Breve granada de color, y una estampida de ciegos saltamontes. Después silencio y barro en estrellas sin norte —igual que antes de que Dios nos tocara—. No resultó difícil congregar su pasmado firmamento. Cuando alguien, al barrer, se llevó aquellos trozos desahuciados sin que se descubriera el embrión de un grito, giró sobre el instante un tenue escalofrío; como el ala de algún presentimiento. (Quién sabe si la prisa de aquel momento oscuro se llevó a la basura un hermanastro azul que no tuvimos).