Los sábados teníamos de par en par los ojos enseñando las luces doradas del domingo, mientras iban las horas resbalando su carga de ilusión en nosotras. Sentadas en pupitres, en filas o en recreos, pensábamos el día perfecto cada una con un sol, sus películas y su adiós en la calle al niño que llevaba nuestro nombre en su frente. Volar era la clave escrita en nuestro ánimo. Soñábamos con puertas y con la interminable escalera que parte el monte en dos mitades, donde un coche esperaba nuestra vuelta más rápida, llevándose un viaje de alegría hacia el centro. Mas pasaba el domingo, y con él los proyectos de toda una semana extrañamente larga; y el resultado era arrastrar la nostalgia seis días como puños.