Leer parte II III Medrosa de tanto duelo subió al Oriente la aurora entre cortinas de nubes que la apagan o la embozan. Lloraba el cielo por ellas hilo a hilo y gota a gota, sin que el sol tornasolara las lágrimas con que lloran. Andaba el aire aturdido sin hallar sitio en la atmósfera, que asaltada por la lluvia, entre la lluvia se ahoga; y tanta gala los cielos ostentan cuando la acosan, que con mundos de cristal la bloquean y la toman. Lloraba el cielo por Zahara, que acaso por pecadora la castiga, y ver no quiere los males con que la azota. Cerróse en agua, y con ella, cerró su misericordia; vendó con nieblas sus ojos, y su clemencia hizo sorda, por no ver al rey Hazem, que en medio la gente mora, amarra dos mil cristianos al carro de su victoria. Cabalgaba el agareno sobre una yegua de Córdoba con la crin hasta el estribo, y hasta la tierra la cola; y como el cielo la empapa en las aguas que la mojan, la cola y la crin parecen de espumas, algas y esponjas. La plaza cercan los moros, donde dos a dos arrojan los cristianos que cautivan, los cautivos que sollozan. Allí mujeres y ancianos, allí vírgenes y esposas, juntan a golpes y a gritos entre algazara y chacota. Casi desnudos los llevan a todos por más deshonra hasta el centro de la plaza, donde a la intemperie opongan la desnudez de las carnes, su temblor y sus congojas; y a los ojos de los moros los defectos de las formas o las castas perfecciones, que con torpes ojos hozan. El noble rostro hacia el suelo los tristes vencidos tornan, por ocultar en los ojos las lágrimas con que lloran; que la libertad perdida sin infamia nos agobia, pero mata y avergüenza perder libertad y honra. Caíales por los hombros el agua, porque furiosas en su cabeza las nubes reventadas se desploman; que cuando al fin Dios castiga, muestra su justicia toda, pues la maldad de los hombres toda su clemencia agota. Mandó Hazem que los cristianos, guardados por buena escolta, vayan delante a Granada por la vereda más corta; mas viendo que los ancianos y los enfermos lo estorban, a su guardia de gomeles dijo impaciente en voz ronca: «Llegarán los que llegaren; los mozos a las mazmorras, las muchachas al serrallo, y los viejos a la horca.» Preparan los granadinos bohordos en Bibarrambla, torneos para los nobles, para el pueblo luminarias. Cuelgan de púrpura y blanco miradores y ventanas, y el populacho a las puertas, al Rey impaciente aguarda. En la vega están los ojos y en la vía de Zahara, que el Rey envió corredores a decir que está ganada. Añafiles y atabales por honra y por fiesta sacan, y en corros moros y moras gritando y riendo saltan. «¡Viva el Rey!» dicen algunos, y otros gritan: «¡Muera Zahara!», y todos a los vencidos insultan, mofan e infaman; que siempre quien vence grita porque los vencidos callan, porque las lenguas se sueltan donde las manos se atan; porque la risa provoca tal vez la ajena desgracia, y al que nace desdichado, hasta compasión le falta; que quien cae pone a los otros, para que pasen, la espalda, y maldición es que lloren algunos lo que otros cantan. Así ondean los pendones en las torres de la Alhambra; así Granada la bella se viste imbécil de gala, cantando hoy loca las glorias que ha de maldecir mañana. Venir se ven los cautivos entre la neblina parda a pasos descompasados, como los cautivos andan; que como el alma les pesa, así les tiembla la planta. Delante y detrás los moros, y por los lados, los guardan, los alfanjes en la diestra, los broqueles a la espalda. Siguen después los jinetes y nobles con el Monarca, los lanzones en la cuja, en el arzón las adargas; mostrando bien los caballos en su perezosa marcha la fatiga del camino, lo largo de la jornada; que traen el arnés mohoso, deslucidas las gualdrapas, hasta las crines el lodo, desde las crines el agua. Cuando a la puerta de Elvira los zahareños llegaban, cantaba el pueblo su triunfo con vítores y algazara. Aplaudían con las manos, con panderos y sonajas, al son de los duros hierros que los otros arrastraban. Cesó de pronto el aplauso, susurraron en voz baja palabras que nadie oía, pero todos murmuraban. Ojos había en la turba obscurecidos con lágrimas, y ojos que con luz sombría para maldecir miraban. Desnudos y a la intemperie los prisioneros entraban, ancianos, madres y niños, entre broqueles y lanzas, sin respeto a su inocencia, a su sexo y a sus canas. Las madres, sus muertos hijos traían desesperadas en los maternales brazos y en los brazos de su alma. Movidos a compasión los moros de pena tanta, sus ojos de los cautivos, indignados, apartaban. Las madres libres, llorando, atropellando los guardias, a las cristianas cautivas sus propias telas regalan, y parten los alimentos que a los moros preparaban, entre los tristes esclavos, que los devoran con ansia. Algunos, más altaneros, acaso los rehusaban, que el pan de la esclavitud entro los labios amarga. Alzóse Muley Hazem en los estribos de plata, viendo la piedad del pueblo y la miseria cristiana. Rabioso de que la plebe le eche su crueldad en cara, atropelló con su yegua por la turba aglomerada, dividiendo así los moros y los esclavos de Zahara. «¡Adelante! gritó airado, con la voz ronca de rabia. Todos son esclavos míos: al serrallo las muchachas, los mozos a las mazmorras, donde más a luz no salgan, y los viejos, que los maten, pues no me sirven de nada.» Calló el pueblo amedrentado, obedecieron los guardias, y el Rey subió con los nobles a toda rienda a la Alhambra. 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