Leer parte I II Es grato en el blando lecho oír el viento que brama, y el agua que se derrama, sobre los techos rodar; oír en la estrecha calle el rumor acelerado de las armas del soldado que acaban de relevar. Y en confuso remolino oír crecer la tormenta, que cambia, al pasar violenta, las veletas de metal; y oír zumbar sacudida la mal sujeta campana, y oír en la ancha ventana temblar hendido el cristal. El desvelado maldice, el tímido infante llora, la madre le mece y ora -con religioso pavor; el enfermo se acongoja y el amante desespera, que acaso vela y le espera entre las rejas su amor. Los de Zahara, silenciosos, o velaban o dormían; sólo en la villa se oían en la densa obscuridad, el agua de las goteras, el vago mugir del viento y el ronco y medroso acento de la negra tempestad. Sólo en apartada torre del mal guardado castillo, con el fulgor amarillo de una lámpara al morir, velan algunos soldados, y se siente desde fuera el rumor de una quimera y jurar y maldecir. Se sienten sus carcajadas, sus apodos insolentes, que en todo hallan tales gentes contentamiento y placer. Se juntan en borracheras para acabarlas riñendo, y vuelven, en concluyendo, desde reñir a beber. Y en el calor de la orgía y el vapor de los licores, disertan de sus amores en obsceno platicar; que su lengua irreligiosa, sin respetos y sin vallas, sólo de sangre y batallas o mujeres ha de hablar. De éstas se miran algunas con los soldados más mozos, en impúdicos retozos y deshonesto ademán, que osadas y descompuestas o blasfemando o riñendo, hasta embriagarse bebiendo desatinadas están. La trémula llamarada de una hoguera agonizante presta a su rudo semblante una expresión más feroz; y recibiendo la bóveda la algazara en su ancho hueco, remeda con largo eco la desentonada voz. Harto de vino y de amores, en dos bancos apoyado, cantaba un viejo soldado al son de un roto rabel, o hiriendo a compás la mesa con plato, copa o cuchillo, aullaban el estribillo ellos y ellas con él. Brindaban, y a cada brindis insensatos blasfemaban, y reían y danzaban completando la embriaguez; y sus sombras en silencio, gigantescas, agitadas, cual fantasmas convidadas erraban por la pared. «¡A ellos!», gritaron voces, y entraron el aposento diez a diez y ciento a ciento los moros del rey Hazem, y apenas a las espadas acudieron los cristianos, les cercenaron las manos y las cabezas también. Lidiaron acaso algunos, pero tantos les entraron, que al fin los acuchillaron con las hembras a la par. A los gritos de los moros, los cristianos despertaban; pero ¡los tristes se hallaban cautivos al despertar! La soñolienta pupila prestaba crédito apenas a las cuerdas y cadenas con que atados dos a dos por los árabes se vieron, a quienes con lengua y ojos pedían piedad de hinojos en el nombre de su Dios. Las lágrimas de las madres, de los niños los sollozos, los esfuerzos de los mozos, el dolor de la vejez, son inútil resistencia, porque a todos los infieles, atados como lebreles los arrastran a la vez. En vano lucha la virgen desesperada con ellos, que con sus propios cabellos mordaza o cordel la dan; en vano niños y enfermos yacen sin fuerzas postrados; en tropel, como ganados, todos a los hierros van. Fueron ¡por Dios! tristes horas las de noche tan sangrienta: ¡a quien de allá pidan cuenta, malas cuentas ha de haber! que si hay justicia en los cielos, de tanta vida inocente, una vida solamente ha muy mal de responder. Continuar parte III