LA SORPRESA DE ZAHARA (José Zorrilla) (Parte II)


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II

Es grato en el blando lecho
oír el viento que brama,
y el agua que se derrama,
sobre los techos rodar;
oír en la estrecha calle
el rumor acelerado
de las armas del soldado
que acaban de relevar.
Y en confuso remolino
oír crecer la tormenta,
que cambia, al pasar violenta,
las veletas de metal;
y oír zumbar sacudida
la mal sujeta campana,
y oír en la ancha ventana
temblar hendido el cristal.
El desvelado maldice,
el tímido infante llora,
la madre le mece y ora
-con religioso pavor;
el enfermo se acongoja
y el amante desespera,
que acaso vela y le espera
entre las rejas su amor.
Los de Zahara, silenciosos,
o velaban o dormían;
sólo en la villa se oían
en la densa obscuridad,
el agua de las goteras,
el vago mugir del viento
y el ronco y medroso acento
de la negra tempestad.
Sólo en apartada torre
del mal guardado castillo,
con el fulgor amarillo
de una lámpara al morir,
velan algunos soldados,
y se siente desde fuera
el rumor de una quimera
y jurar y maldecir.
Se sienten sus carcajadas,
sus apodos insolentes,
que en todo hallan tales gentes
contentamiento y placer.
Se juntan en borracheras
para acabarlas riñendo,
y vuelven, en concluyendo,
desde reñir a beber.
Y en el calor de la orgía
y el vapor de los licores,
disertan de sus amores
en obsceno platicar;
que su lengua irreligiosa,
sin respetos y sin vallas,
sólo de sangre y batallas
o mujeres ha de hablar.
De éstas se miran algunas
con los soldados más mozos,
en impúdicos retozos
y deshonesto ademán,
que osadas y descompuestas
o blasfemando o riñendo,
hasta embriagarse bebiendo
desatinadas están.
La trémula llamarada
de una hoguera agonizante
presta a su rudo semblante
una expresión más feroz;
y recibiendo la bóveda
la algazara en su ancho hueco,
remeda con largo eco
la desentonada voz.
Harto de vino y de amores,
en dos bancos apoyado,
cantaba un viejo soldado
al son de un roto rabel,
o hiriendo a compás la mesa
con plato, copa o cuchillo,
aullaban el estribillo
ellos y ellas con él.
Brindaban, y a cada brindis
insensatos blasfemaban,
y reían y danzaban
completando la embriaguez;
y sus sombras en silencio,
gigantescas, agitadas,
cual fantasmas convidadas
erraban por la pared.
«¡A ellos!», gritaron voces,
y entraron el aposento
diez a diez y ciento a ciento
los moros del rey Hazem,
y apenas a las espadas
acudieron los cristianos,
les cercenaron las manos
y las cabezas también.
Lidiaron acaso algunos,
pero tantos les entraron,
que al fin los acuchillaron
con las hembras a la par.
A los gritos de los moros,
los cristianos despertaban;
pero ¡los tristes se hallaban
cautivos al despertar!
La soñolienta pupila
prestaba crédito apenas
a las cuerdas y cadenas
con que atados dos a dos
por los árabes se vieron,
a quienes con lengua y ojos
pedían piedad de hinojos
en el nombre de su Dios.
Las lágrimas de las madres,
de los niños los sollozos,
los esfuerzos de los mozos,
el dolor de la vejez,
son inútil resistencia,
porque a todos los infieles,
atados como lebreles
los arrastran a la vez.
En vano lucha la virgen
desesperada con ellos,
que con sus propios cabellos
mordaza o cordel la dan;
en vano niños y enfermos
yacen sin fuerzas postrados;
en tropel, como ganados,
todos a los hierros van.
Fueron ¡por Dios! tristes horas
las de noche tan sangrienta:
¡a quien de allá pidan cuenta,
malas cuentas ha de haber!
que si hay justicia en los cielos,
de tanta vida inocente,
una vida solamente
ha muy mal de responder.

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