PRÓLOGO EPÍLOGO
El médico me manda no escribir más.
Renuncio,
pues, a ser un Verlaine, un Musset, un D’ Annunzio
—¡no que no!—, por la paz de un reposo perfecto,
contento de haber sido el vate predilecto
de algunas damas y de no pocos galanes,
que hallaron en mis versos —Ineses y Donjuanes—
la novedad de ciertas amables languideces
y la ágil propulsión de la vida, otras veces,
hacia el amor de la Belleza, sobre todo,
alegre, y ni moral ni inmoral, a mi modo.
Tal me dicen que fui para ellos. Y tal
debí de ser. Nosotros nos conocemos mal
los artistas… Sabemos tan poco de nosotros,
que lo mejor tal vez nos lo dicen los otros…
Ello es que se acabó… ¿Por siempre?... ¿Por ahora?...
En nuestra buena tierra, la pobre Musa llora
por los rincones, como una antigua querida
abandonada, y ojerosa y mal ceñida,
rodeada de cosas feas y de tristeza
que hacen huir la rima y el ritmo y la belleza.
En un pobre país viejo y semisalvaje,
mal de alma y de cuerpo y de facha y de traje,
lleno de un egoísmo antiartístico y pobre
—los más ricos apilan Himalayas de cobre,
y entre tanto cacique tremendo, ¡qué demonio!,
no se ha visto un Mecenas, un Lúculo, un Petronio—,
no vive el Arte… O, mejor dicho, el Arte,
mendigo, emigra con la música a otra aparte
Luego, la juventud que se va, que se ha ido,
harta de ver venir lo que, al fin, no ha venido.
La gloria, que, tocada, es nada, disipada…
Y el Amor, que, después de serlo todo, es nada.
¡Oh, la célebre lucha con la dulce enemiga!
La mujer —ideal y animal—, la que obliga
—gata y ángel— a ser feroz y tierno, a ser
eso tremendo y frívolo que quiere la mujer…
Pecadora, traidora y santa y heroína,
que ama las nubes, y el dolor, y la cocina.
Buena, peor, sencilla y loca e inquietante,
tan significativa, tan insignificante…
En mí, hasta no adorarla la indignación no llega;
y, al hablar del juguete que con nosotros juega,
lo hago sin gran rencor, que, al cabo, es la mujer
el único enemigo que no quiere vencer
A mí no me fue mal. Amé y me amaron. Digo…
Ellas fueron piadosas y espléndidas conmigo,
que les pedí hermosura, nada más, y ternura,
y en sus senos divinos me embriagué de hermosura…
Sabiendo, por los padres del Concilio de Trento,
lo que hay en ellas de alma, me he dado por contento.
La mecha de mi frente va siendo gris. Y aunque esto
me da cierta elegancia suave, por supuesto,
no soy, como fui antes, caballero esforzado
y en el campo de plumas de Amor el gran soldado
Resumen: que razono mi “adiós”, se me figura,
por quitarle a la sola palabra su amargura;
porque España no puede mantener sus artistas,
porque ya no soy joven, aunque aún paso revistas,
y porque —ya lo dice el doctor—, porque, en suma,
es mi sangre la que destila por mi pluma.