El sol que se levanta sobre la mar sonora, el ruiseñor que canta, al despuntar la aurora, en el follaje espléndido del bosque secular; el triste y acordado murmullo de la fuente, el cefirillo alado que riza blandamente, al agitarlo trémulo, su líquido cristal; El encantado aroma de las silvestres flores, que la empinada loma matizan de colores, el cielo que despliégase cual pabellón de tul; el resplandor naciente de la tranquila luna que baña la alta frente de la ciudad moruna, y el río que corre férvido a unirse al mar azul; No templan, no, mi pena con bienhechora calma, no tornan su serena tranquilidad al alma, que vanamente agítase, viviendo sin tu amor; y mira hora tras hora pasar en su amargura, sin vislumbrar la aurora que el sol de la ventura alumbre con suavísimo, divino resplandor. Y vanamente dando suspiros a los vientos, en sí ocultos llevando su pena y sus tormentos, sin encontrar un límite a su dolor mortal; por único consuelo en su fatal quebranto, le da benigno el cielo el manantial del llanto y los recuerdos plácidos de más dichosa edad. Que al alma que se afana, sumida en la tristeza, no deis la pompa vana y espléndida belleza con que natura búrlase de su mortal dolor. Dadle el impetuoso vaivén del mar hirviente, el trueno fragoroso del montaraz torrente, el cárdeno relámpago y el rayo asolador. Dadle que roncas griten las aves agoreras, los árboles agiten sus verdes cabelleras que azota en vuelo rápido el duro vendaval, y crucen nubarrones por la región vacía, y en lúgubres crespones su luz envuelva el día, y el orbe mudo, atónito, su fin contemple ya. Entonce, entonce escucha simpáticos acentos en la terrible lucha de opuestos elementos, en el rugido múltiple de ronca tempestad. Y, al contemplar osado su saña y sus furores, al escuchar pasmado los vientos bramadores, ¿qué mucho logre el mísero sus penas olvidar? Sevilla: 1853.