De acá para allá iba, se decía el mundo es grande, hermoso..., y miraba los ojos del cordero arrancado a los montes, con paisajes limpios, con verdes levantados del corazón del agua, como un pájaro. Los camiones de fruta, en las plazas, que traían el alma de la tierra en banastas celosas de arco iris, como en rapto de urgencias hasta el hombre cautivo entre hormigones, escapándose aroma de algo nuevo, de las manos de Dios en ejercicio. Las mujeres gastadas, con sus cargas avícolas, con gallos, con auroras, le sonreían, llevaban algo de mies madura entre los labios. Corre todos los pueblos el feriante, a su lado la vida gira, pasa como rueda cansada, de una antigua carreta con sudores y con pasmos, con gozos pirotécnicos que acaban en silencios totales y tremendos. Sólo entonces escucha como un rumor de miedos en la noche, cuando se cierran las ventanas últimas y mujeres a solas con su vientre se buscan el origen de los llantos. De nuevo el sol y pueblos y más pueblos y un nuevo inaugurarse la alegría como algo descubierto en cada instante, como un pájaro preso pronto a escapar, dejando entre los dedos una huella de júbilo que pronto será tan sólo hueco suplicante. Esperan dianas, pasa un hombre triste, apunta, cierra el ojo izquierdo, pone en el gatillo toda su tristeza y nos hace pensar que como acierte hará temblar el mundo, pero llegan los niños en bandada, sonríe el hombre, el tiro al blanco vuelve a ser un juego y arrastran el dolor los altavoces. El feriante camina hacia la tómbola, desmantelado hogar de los recuerdos, con vajillas inéditas, muñecas gastadas por los ojos de los niños; abre sobres azules, esperando que algún boleto diga paz, tan sólo. Después ronda por circos, tristes sedas, calculado disfraz para la lágrima, maquillaje perfecto, disimulo para cubrir antiguas erosiones. La risa de los niños en el tiempo es cascabel de Dios, acaso ciego rayo de luz, contagio de los pájaros. Aviva sus bengalas el feriante, silba cualquier canción, toma una copa, olvida las fronteras de la aurora. Pero avanza la noche, repetida mano invisible pliega la alegría, la ciudad es un rumor de corazones; lonas, persianas ahogan el latido; alcobas, carromatos amortiguan los siniestros cronómetros del hombre. Se repite la lágrima primera. Se repite la luz, también la sangre volviendo a regresar de la esperanza. El feriante es materia de una rueda acumulando repetidos vértigos, y llega hasta la noria solitaria, y se sueña habitante de un alto cangilón abandonado.