Un día asistiremos obligatoriamente a una melancolía de azucenas, cumplida ya la cifra inalterable de los pasos, y a partir de ahí seguiremos solos como hombres de lóbrego mar con el moho de algún naufragio en sus manos infamadas. Ahí nos reconocemos como máscaras, como una conjunta mirada ciega de héroes huérfanos que se ignoran y se achispan en insensatas tabernas, los sábados, por no tener con qué comprarnos una isla extraña, por no encontrar cartas y fotografías de amores pasados tal como nos hubiera gustado poder incinerarlas. La noche se solaza a nuestro lado como un cóncavo silencio de cerrojos descorridos y, ¡cómo se amolda a las horas del día! Ahí llega, está golpeando a la puerta: un flash de muerte en la sonrisa. Nada quedará de todo, sino la ceniza de diluidos imperios de vastos nombres. Hasta nuestros rostros se desplazarán entre los espejos peregrinos que inundan las paredes perdiéndose en monótonas semejanzas. Pensar que nos vamos a morir de risa de estar vivos, que nos vamos a agonizar con las palabras hasta que la luz pregunte por nosotros.