Hago dúctil la horma de los pasos temerosos de lo que huyen, porque, ¿quién sabe si corren o si dejan de correr, si no más que viajeros hay que han agotado ya todos los paisajes? Muchas veces reemplazo mi cólera de siglos por esas calles de dios donde la palabra convoca la desventura con sus horas, días, años, sin que el ojo múltiple del vino calme su sed mayor. Muchas veces despojo a la mirada su seguridad de perderse entre los árboles donde una vez dejaron escrita, sin acertar ahora su sitio, la gramática comparada del lenguaje de los pájaros. (¿Dónde poner la mirada sino en las cosas rotas, por descuido, sin lugar exacto, apacible?) Muchas veces fui dentro de casa sintiendo cómo la luz, que es voraz, escribe su memoria desde el sueño adelantando para todos su vaticinio. Muchas veces vi lucir el astro negro sobre el lado de afuera, pero, ¿qué solución se concibe, de luz no usada, por el lado de adentro? Ah, qué viejos de luz, los hombres van y vienen como queriendo comprar, con el oro aciago de cada día, plenos vestigios a la infancia. A cuántos desplomó esa densa carga de clandestino júbilo de hombres, a cuántos, yendo y viniendo a sus oficios liminares de mesa y de silencio, para, al fin, confiarse a esa luz que llega, voraz, que gana su límite y hace sus vencimientos. Sólo yo —viento habitado— atravieso ciudades solas.