Dejó escrito Virgilio, ofuscado quizá por los pronósticos adversos del cielo de Brindisi, que los doce libros de la Eneida, a cuya gestación dedicó los últimos once años de su vida, debían ser quemados tras su muerte. No consintió Augusto, sin embargo, que semejante designio se cumpliera, y así se perpetuó en la historia la historia portentosa del príncipe troyano, que aún incumbe al periplo de nuestras más honrosas usanzas culturales. Mediante las palabras ascendió Virgilio al círculo glorioso de los inextinguibles conductores de hombres y el hecho de que un día quisiera destruir el cardinal linaje de su memoria escrita nos llega hasta ahora mismo como un supremo ejemplo de horror a la impotencia.