La verdinegra tapia que ceñía el jardín del prostíbulo, en parte decorado de rótulos obscenos, todavía conserva los mismos desconchones inclementes, las mismas mordeduras de musgo y de salitre que se veían cuando yo era joven y me asomé a la vida por allí. Teresa Lavinagre, vieja puta que ya andaba de adolescente en sus comercios por los desmontes de Matafalúa, se hospedó andando el tiempo en esa casa cuyos muros devora el desamparo, antes de que el hipócrita de turno la expulsase de la miseria libre de su reino. Era una mujer hospitalaria y jubilosa, dotada de una magnánima variedad de benevolencias, y ahora se extingue al borde de la playa, cerca de ese antiguo burdel, igual que un bulto devuelto por la marea. Vida dilapidada, corazón decrépito, qué hermosura saber que nunca hizo absolutamente nada para evitar su propio descalabro, Dios mío.