Por los feudos del río Guadalete, ya en las cercas de espinos del cañaveral del Charco, aún subsisten los ruinosos porches de una casa de postas convertida hoy en mesón, equívoco refugio de yunteros y gente trashumante. Todos buscan allí lo que no falta nunca: el mal vino del pago de Aznalcóllar y la inerte muchacha que vende al transeúnte su miseria. En el pino terrado alquilan unas sucias yacijas, separadas por trémulos tabiques de latón y arpillera. Y entre un denso vaho de mazorcas y un hedor inconsolable a cama, yace la mercancía repartida en dos bultos iguales de letargo esperando que suba el comprador. Desde el cubil se oyen pasar a los que vuelven de la tala o van de anochecida a rebuscar espárragos. Llegan las voces de Joaquín, el de los pies ligeros, y de Onofre, hábil en el manejo de la hoz, y de Ana, la de ojos de novilla, y de Miguel, domador de caballos. Todos acuden al señuelo de los porches antes de vadear las aguas del Escamandro azul, del Guadalete de envinados reflejos, fijos los ojos en las cóncavas manos, como abrumados todavía por la insaciable cólera del investido de poderes. Y aquella única vez hasta el sórdido cuarto descendió, semejante a la noche, Constantino Cavafis, el secreto hijo de Calímaco, repitiendo desde un lúbrico fondo de algodón y sangre, estas aladas palabras: en todo el universo destruiste cuanto has destruido en esta angosta esquina de la tierra. Gestión de simulacros es la verdad vivida: breve como la fraudulenta desnudez de la carne, centellea en lo oscuro el tálamo de Itaca, ya lejos la taciturna orilla de Aznalcóllar. Mas no por rehacer impunemente la infracción de una historia, impuso al maltratado cuerpo su sentencia el implacable oráculo, sino por rescatar el heroísmo de una epopeya oculta en un tugurio, pérfido rastro de sustituciones que ahora acude y permanece en el poema.