Un decorado basta para manchar la vida. Puede ser que las cosas no sucedan así, que las veamos ajenas a su propio poder de persuasión desde el precario ardid que como espectadores nos exigen y que no sea más que un espejo deformante quien realza hasta el asco la copia de la fe. Pero aquello que el ojo testifica frente a la representación del genocidio, las inmundas referencias graduales de los hechos, la lóbrega escombrera de algo terrible que ocurrió una vez, van socavando la personal capacidad de crédito, la atroz reconstrucción de lo inhumano, y nunca ya dejamos de ser parte de aquella repulsiva iniquidad que resquebraja el fondo de la historia. Así, sin más comprobación que la que suministran los cómplices valores, la insufrible frontera del dolor, en la butaca del cine, frente al libro implacable, mientras las nóminas de los torturadores, los decretos del exterminio de una raza, trazan sus mandamientos y hacen turno para activar la ejecutoria del espanto, entonces, la crédula conciencia del testigo araña la madera y el papel, se encarniza en el pecho como un ácido y salta ya del otro lado de las infectas leyes, rompe la luz, la letra, escupe en la cara del mundo, entra a saco en la vida, maldice la virtud. Cayeron las sangrientas imágenes encima del estertor de la pantalla, gangrenando hasta el último muñón de la verdad, hurgando con sus garfios en lo más irredento de mi propia vergüenza de vivir. El espeluzno de la abyección sin nombre: trozos de piel humana con tatuajes decorando cuarteles, fetos amontonados como latas vacías, rostros informes fermentando en medio de gases nauseabundos. Auschwitz, Treblinka, Brunswick, Bergen-Belsen, muros de Dite, ciénagas de Estigia, la toponimia del terror: huesos abriendo fosas, mutilados despojos, ojos de niños, ojos de niños ya sin muerte siquiera, grumos de ojos con el vidrio en vilo, inhibidos, horribles, espasmódicos, sin órbitas de humano, desorbitadamente abiertos, ya reos de estar vivos, apiñados en zanjas, en boquetes, asomados a cuencas sin pupilas. Y en el seco cristal de cada ojo, el gueto, el horrendo almacén de tantos ojos, de tres generaciones de ojos, de dieciséis millones de ojos. ¿A quién le pediremos cuentas, qué tribunal podría purgar la podredumbre de la historia? ¿Para qué tantos símbolos de fraudulentas crónicas de fe? Nadie tan inhumano que represe su pensamiento y juzgue distribuyendo la justicia en códigos frente a tantas fatídicas culturas, repugnantes banderas. Inmortales los crímenes, ¿clamamos todavía a los falaces dioses para que miserablemente restituyan al tiempo su ignominia, diriman el horror? ¿Somos los mismos que en la asamblea de los fraticidas erigieron los yugos de la paz e inicuamente promulgaron la capitulación de la venganza? ¿Merezco yo gritar mientras escribo sin saber hacia quién, cómplice de mi propio atestado, y se me llena de impune virulencia la razón?