Me fui acercando hasta la lúgubre frontera de la llama, todavía reciente el maleficio. Dioses en vez de hombres arrancaban a la terrestre boca sus rescoldos de mísera epopeya. Ebria mejor que loca era la sed, mientras las jadeantes llaves del amor, la roja flor del vino, el nudoso gemir de la madera, recorrían la vida de un estéril fragor de insurrección. Nunca fue la omnipotencia concebida con más proscritos fueros de humildad. Aquí moría el tiempo retumbando entre las sometidas deserciones, fugaz la orilla incrédula del alma, inmortal su corriente. Pero la mordedura de lo negro, ¿tú también?, repetía. Toca mis azotados senos infecundos, abre el furioso horno del relámpago, ciega a tu casta en la lujuria de la estación del hambre, en las sangrientas volutas del recuerdo, por las roncas angosturas de un grito. Allí verás cómo se alza en errabunda cólera tu propia sumisión. Bebe conmigo el cuenco de la música, la líquida maraña del lamento, pérfido amor tendido en la harapienta majestad de la noche, menguando el clamoroso martirio de la luz. Pero la mordedura de lo negro, ¿tú también?, repetía. Hija serás de nadie, laberinto de infamantes asedios, tributaria humillación del llanto, hija serás de nadie, soleá tan libérrima que su arma es su yugo, alimentada de tierra, engendrada en la tierra, tanto más alta cuanto más caída, ¿tú también?, como Anteo.