La veis un día domingo. Lleva un cuerpo cansado, lleva un traje cansado (no lo podéis mirar), un traje del que cuelgan trabajos, tristes hilos, pespuntes de temor, esperanzas sobrantes hechas verdad a fuerza de ir remendando sueños, de ir gastando semanas, hambres de cada día, en las estribaciones de un pan dominical. La veis venir acaso de un afán desahuciado, de una piedad con fábulas, la veis venir y ya sabéis que está llamándose lo mismo que la vida, lo mismo que su traje hecho disfraz de olvido, hecho carne de engaño comunal, cortado a la medida de mensuales lágrimas, de quebrantos tejidos con la última hebra de la intemperie, con las trizas de ese telar de amor donde entrevemos la pobreza de todos que es un cuerpo sin nadie. Sucede que es un día más bien canción que número, más bien como una lluvia de inclementes pestañas, de humilde mano abierta que volverá a vestir de desnudez la vida. Y entonces ya es mentira crecer sobre raíces, ya es mentira ese sueño blandamente nocivo que se nos va quedando arrendado en la piel, que se consume hasta perderse en un mísero rastro de caricia aterida, hasta llegar a confundirse con un domingo anónimo, con un tiempo de nadie hilvanado de lástima. Y entonces ese día, el domingo, ella viene llegando, corre, se nos acerca (todos la conocemos), nos mira igual que un charco de amor recién secado, nos contagia de todo cuanto es crédulo en su espera siguiente, porque está consolándose con un jornal vacío, porque está desviviéndose en una vana sucesión de acopios para huir, de ir contando los años por tránsitos de trajes, por memorias zurcidas, por sueños arrancados del retal de un domingo cegador e ilusorio.