Aquel nocturno yerbazal, al borde del declive de enebros, ciegamente buscado entre la efímera yacija de la luna, ciñe con sus férvidos nudos toda la historia de mi vida, el privilegio de mi junta y profética memoria, y allí estará mi libertad entumeciéndose, cómplice cuerpo transitorio fronterizo del mío para nunca. La tierra genital, los estandartes clandestinos del sueño, la prohibida palabra, perseveran junto al amor que escribo, tachan con su verdad las otras más posibles. Compartida codicia, ¿qué haré con este cuerpo sin el suyo? Subí desde la sombra hasta la luz, puse mi mano en el aire vacío: aquí me entrego, dije, no tengo nada que perder. Cuántos anhelantes resquicios del deseo se iluminaron para mí, mientras anduve tropezando. En las dunas aquellas, cerca de la hondonada venturosa, con el metal marítimo fundiéndose debajo del amor, fui despojado del lastre ritual de la memoria y penetró mi vida en la del cuerpo ofrecido. Aquí me entrego, dije, preso estoy en mi propia libertad.