EL SOMBRERO (2ª Parte)
Viene de….1ª Parte



III - La mañana

Raya en el remoto Oriente
una luz parda y siniestra;
a mostrarse en vagas formas
ya los objetos empiezan.
Espectáculo espantoso
ofrece Naturaleza,
las olas como montañas,
movibles y verdinegras,
se combaten, crecen, corren
para tragarse la tierra,
ya los abismos descubren,
ya en las nubes se revientan.
Rómpense en las altas rocas
alzando salobre niebla,
y la playa arriba suben,
y luego a su centro ruedan.
Con un asordante estruendo:
silba el huracán, espesa
lluvia el horizonte borra,
y lo confunde y lo mezcla.
La infelice Rosalía,
toda empapada, cubierta
con el pañolón mojado
que, o bien la ciñe y aprieta,
o, agitado por el viento,
le azota el rostro y flamea,
volando ya desparcidas
fuera de él las negras trenzas;
falta de aliento, de vida,
el alma rota y deshecha,
asida de los sillares
se aguanta inmóvil y yerta.
Aparición de otro mundo,
sílfida, a quien maga artera
cortó las ligeras alas,
la juzgaran si la vieran.
Tiende, espantados, los ojos
por el caos: nada encuentra
que socorro o que consuelo
en tal apuro le ofrezca.
Descubre que una gran ola,
que tronadora se acerca,
entre las blancas espumas
envuelve una cosa negra:
de ella no aparta los ojos,
ve que en la playa se estrella,
que al huir deja un sombrero
rodando sobre la arena.
Y una tabla. -Rosalía
salta de las ruinas fuera,
corre allá, mientras las olas
se retiran. No la aterra
otra mayor, que se avanza
más hinchada, más soberbia.
Ve en el madero lavado
los restos de sangre fresca...
Coge el sombrero... ¡infelice!
Lo reconoce... Las fuerzas
le faltan, cae, y al momento
precipítase sobre ella
una salobre montaña,
que la playa arriba entra,
y rápida retrocede,
no dejando nada en ella.
Cual si dar tan solo objeto
de la borrasca tremenda,
lecho nupcial en los mares
a dos infelices fuera;
a templar su furia ronca
los huracanes empiezan;
bajan las olas, la lluvia
se disminuye, y aun cesa.
Rómpese el cielo de plomo,
y por pedazos se muestra
el azul, que ardientes rayos
de claro sol atraviesan.
Ya se aclara el horizonte;
por el lado de la tierra
fórmanlo azules colinas,
que aún en parte ocultan nieblas.
Una línea verde, obscura,
movible, lo forma y cierra
del lado del mar, y asoma
la claridad detrás de ella.
Aunque silba duro el viento,
aunque es la resaca recia,
orna al mundo la esperanza
de prolongar su existencia.


En esto una triste madre
y un tierno hermanillo llegan,
buscando a su Rosalía,
a aquella playa funesta.
Llenos de lodo, empapados,
muertos de cansancio y pena,
tienden en redor los ojos,
y nada, ¡oh martirio!, encuentran.
Al retroceder las aguas,
unas femeniles huellas
de pie breve reconocen
estampadas en la arena...
«¡Rosalía!... ¡Rosalía!»
gritan y no oyen respuesta.
Van a la arruinada torre,
y hállanse sobre una piedra
un envoltorio deshecho
entre fango, espuma y tierra,
y un pañuelo rojo y jalde
que le sirve de cubierta.