ROMANCES HISTÓRICOS: Romance IV -Don Álvaro de Luna- (La plaza)
Mediada está la mañana;
ya el fatal momento llega,
y don Álvaro de Luna
sin turbarse oye la seña.

Recibe la Eucaristía,
y en Dios la esperanza puesta,
sereno baja a la calle,
donde la escolta le espera.

Cabalga sobre su mula,
que adorna gualdrapa negra,
y tan airoso cabalga,
cual para batalla o fiesta;

un sayo de paño negro
sin insignia ni venera
es su traje, y con el garbo
que un manto triunfal, lo lleva;

y sin toca ni birrete,
ni otro adorno, descubierta,
bien aliñado el cabello,
la levantada cabeza.

Los dos padres franciscanos
se asen de las estriberas,
y hombres de armas en buen orden
le custodian y le cercan.

Así camina el maestre
con tan gallarda presencia
y con tan sereno rostro,
que impone a cuantos le encuentran.

Sus enemigos no osan
clavar la vista soberbia
en él, como consternados
ya de su venganza horrenda;

sus partidarios parecen
decirle con mudas lenguas
que aún morirán por salvarle
y encenderán civil guerra.

Y aquel silencio terrible
por todas las calles reina,
que, o gran terror o despecho,
grande siempre manifiesta.

Silencio que solamente
de cuando en cuando se quiebra
con la voz del pregonero
que a los más valientes hiela,

Diciendo: «Esta es la justicia
que facer el rey ordena
a este usurpador tirano
de su corona y su hacienda.»

Siempre que oye el condestable
este vil pregón, aprieta
la mano del padre Espina
que en voz sumisa le esfuerza.


Arriba a la triste plaza,
que ha pocos días le viera
tan galán en el torneo,
con tal poder y opulencia.

El apretado concurso
el cuadrado espacio llena;
vese una masa compacta
de rostros y de cabezas.

Parece que el pavimento
se ha elevado de la tierra,
o que casas y palacios
su basa han hundido en ella.

Un callejón, que tapiales
de hombres apiñados cierran,
sirviéndole de linderos
lanzas en vez de arboleda,

ofrece paso hasta donde
lecho de muerte descuella,
en mitad del gran gentío,
que como la mar olea;

el reducido tablado,
enlutado con bayetas,
una gran tumba parece
que el pueblo en hombros sustenta.

Sobre él está colocado
un altar a la derecha,
de terciopelo vestido,
y entre amarillas candelas,

cuya luz el sol deslustra
y arder el viento no deja,
un crucifijo de plata
en cruz de ébano campea.

Yace un ataúd humilde
colocado a la izquierda;
cerca de él se ve una escarpia
en un pilar de madera,

y en medio, de firme, un tajo,
delante una almohada negra,
y un hacha, en cuya cuchilla
los rayos del sol reflejan.


Al pie del cadalso el reo
de la alta mula se apea;
fervoroso el padre Espina
con él sube y no le deja.

De pie ya sobre el tablado
tres personas se presentan
a las medrosas miradas
de la muchedumbre inmensa:

el ministro de la muerte,
el que lo es de vida eterna,
y el que dando al uno el cuerpo
al otro el alma encomienda.

Turbado el tosco verdugo
de atreverse a tal alteza,
necio terror da a su frente
que cubre jalde montera.

El religioso, metido
en su capucha, se queda
de mármol, cruza los brazos,
y con fervor mudo, reza.


El condestable, sereno,
el pie al crucifijo besa,
y luego tiende los ojos
por la turba que le observa;

y viendo junto al tablado,
en actitud lastimera,
a Morales, su escudero,
hecho de lealtad emblema,

le llama, de oro un anillo,
que el sello de sellar era
de su puridad las cartas,
del pulgar quita, y le entrega,

diciéndole: «Amigo, toma,
ya no conservo otra prenda.»
Después atisbó a Barrasa,
paje del príncipe, cerca,

y así le habló en voz sonora:
«Dile a tu dueño que vea
de dar a los que le sirvan
otra mejor recompensa.»

Viendo el pilar y la escarpia,
¿«Para qué?» pregunta. Tiembla
el sayón, y le responde,
hablar no osando, por señas.

Y prosiguió el condestable
con una sonrisa acerba:
«Después de yo degollado,
nada son cuerpo y cabeza.»

Entonces el padre Espina
que piense sólo, le ruega,
en Dios, y él: «Padre, es mi norte
y mi esperanza», contesta.

Se ajusta el traje, descubre
la garganta, ve que llega
el verdugo para atarle
las manos con una cuerda;

saca del seno una cinta
labrada con oro y seda,
y, «Átalas -le dice-, amigo,
si es necesario, con ésta.»

De hinojos en la almohada
se pone, el cuello presenta,
el religioso le grita:
«Dios te abre los brazos, vuela.»

El hacha cae como un rayo,
salta la insigne cabeza,
se alza universal gemido
y tres campanadas suenan.