Entre la sierra y el río, paralela a la ribera, se extiende una muralla que a Córdoba la bordea. Qué tierra más andaluza, ¡un salmorejo de razas la hicieron ser tan distinta, - judía, mora y cristiana,- que al pasear por sus calles, lección de arte y cultura se mezclan con esa paz de su estrecha arquitectura! Dime hermosa catedral de viejas piedras labradas, si han esculpido columnas mejores que las que guardas, ¡dime el porqué y la razón para taparte los arcos si el sol al pasar por ellos mejor mostraba tu espacio! Y dime: ¡Si tanto azahar perfumándote la entrada son para olvidar palmeras, que allí estuvieron plantadas! Durmiendo sobre la cal que le da el blanco a sus casas, te anuncia la siesta el sol y se enmudece hasta el alma. Y en la plaza Capuchinos clavado espera en su cruz, un Cristo de los Faroles ¡Que se adora en todo el Sur!, escuchando sin quejarse, quejidos de los que pasan con el bullicio que rompe esta solemne quietud. Feria de patios y cruces, baile flamenco, yeguada, ¡un alazán se encabrita y su jinete lo calma! Mientras montada en la jaca va la mujer cordobesa mirando desde su alzada, con ojos de noche eterna, misterioso poderío de una herencia musulmana bajo el castizo sombrero, que se le inclina en la cara. Poetas, pintores, plazas, vino, tiendas … ¡Judería! Entre convento y palacio quedó mi alma prendida, prendida quedó, ¡prendida de esta tierra soberana!, del talante de su gente, del ambiente que te gana, de ese gusto por la vida que en todo momento sienten, ¡y sus ganas de vivirla, que los hace diferentes!