MADRIGAL ROMÁNTICO

Soñé, mi Corazón, que te morías;
que tu boca se helaba entre mis besos,
y que todas las lágrimas del mundo
el Dolor en su copa recogiendo
las iba derramando entre sollozos
sobre la estatua, aún viva, de tu cuerpo.

Soñé, mi Corazón, que te morías,
y para mí la tierra era un desierto;
¿Qué nueva antorcha encendería el ara?
¿Qué nuevo amor alumbraría el templo?

Si un encanto tuviera la hermosura
que conjurara al insaciable espectro
que los espacios inferiores hinche,
transformando la vida en el misterio
inmenso y silencioso de las sombras,
serías inmortal; sería eterno
el cáliz de tu gracia, tu áurea carne,
que, en las horas de fiebre y de deseo,
deja siempre mis manos y mis labios
como llenos de flores, y mi pecho
ebrio del sol que corre por tus venas
para abrasarme en su perpetuo incendio.

Mas no te apagarás, lumbre divina.
Si de sumas potencias el decreto
es tu vida segar en plena aurora,
de tu belleza avara, en el cielo
no ha de caber la llama de tus ojos:
¡Morirían de envidia los luceros!

En mi interior, estrella, has de encerrarte,
uniendo tu destierro a mi destierro;
y, como dos hermanas, nuestras almas
seguirán tristemente sonriendo,
con la misma sonrisa al mismo sueño.