Baña el cansado rostro, caluroso, en el soberbio mar el sol, y, triste, celos y agravios viste el viudo prado y viudo cielo hermoso, y, por gemir enojos, trocara en lengua sus dorados ojos. De su tierno escuro temerosas, son cárcel de sí mismas, enojadas, las flores, encerradas entre sus verdes brazos, y, llorosas, niegan su blando aliento, por no darle a la noche envuelto en viento. Los laureles, que alzados requebraban con amorosa voz el alto cielo, prestan lenguas al suelo, y endechas lloran los que amor cantaban: y, por su dueño ausente, llanto es la risa de la hermosa fuente. La blanca Aurora con la blanca mano abre las rojas puertas del Oriente; ofrece, firme ausente, las lágrimas lloradas, verde, el llano, que él medio heló al verterlas y entre esmeraldas las guardó por perlas. Desata, alegre, el placentero gusto la dulce voz del ruiseñor pintado; lamenta en delicado acento el mando de la noche injusto, y, firme en su congoja, ya en voz es ave, ya en color es hoja. El álamo, que fue a la temerosa vid, de la noche escura amparo y guarda, trepa, alegre y gallarda, a ver del claro sol la luz hermosa, y por la nueva dada, le corona la frente levantada. La tristeza que el cielo, el ancho prado, pasa sin sol; el gusto y alegría con que recibe el día, al verse de sus rayos coronado, mi pecho, ¡oh Celia!, siente: en tu presencia, vivo; muerto, ausente.