Ojos negros de mis ojos, traidores, bellos y graves ídolos del alma mía, flechas de mi amor gigante, nuevo templo de mi amor, adonde mil votos hace el alma, de más quererte, sin que ninguno quebrante. Yo aquel, señora del alma, a quien tu color le hace un Miércoles de Ceniza, siendo en las desdichas Martes. Yo el garzón más bien nacido, de todos los destas partes, que siempre estoy con nacidos, por tener tantas comadres. Yo, en fin, aquel boquirrubio, que sólo sabe adorarte; el que tus mentiras cree, quiere, si escuchas, cantarte: «Eres el amparo mío, que cuando más soledades me acompañan, tus memorias danme vida, aunque me acaben. Tú, sola, eres de mis ojos la antepuerta, que me hace, que sólo tus gustos vea, y olvide todos mis males. Son tus ojuelos, tu rostro, cabellos, donaire y talle, no más de hechura tuya, que no hay a qué compararse». Esto acabó de cantar a su donosa, una tarde, un amante deste tiempo, que burlas y veras sabe.